Hace 18 años mis padres se encontraban ante la encrucijada de escoger mi centro de formación, decisión que nunca pensaron que sería de tal trascendencia.

Tras semanas de dudas acordaron que el colegio elegido sería este, el Colegio Santiago Apóstol, ya que me permitiría recibir una formación desde los 4 meses a la mayoría de edad.

Con esta decisión me adentre en este colegio sin saber lo que me depararía el futuro, y sin esperar que acabaría por convertirse en una segunda casa.

Viajes a granjas, festivales en los que bailábamos sin vergüenza, carnavales, también alguna travesura que terminaba en castigo pero,¿qué era más divertido que hacer trenes con las sillas de clase?. Tras anécdotas y más anécdotas crecimos, ya estábamos en 4o de primaria donde nos encantaba fardar de que no llevábamos mandilón.

Pasaron los años y cuando nos dimos cuenta teníamos 12 años, éramos los mayores del recreo, como tanto habíamos ansiado. Así comenzamos otra etapa en el mismo lugar pero con distintos profesores.

Empezaron así esos años en los que la adolescencia nos hace cambiar y evolucionar. Sin perder nuestra esencia continuamos juntos, también en épocas difíciles como en la pandemia. Pasamos meses viéndonos a través de pantallas, recibiendo clases por videollamada y así nos convertimos de nuevo en los mayores, los de bachillerato, esos que veíamos por el pasillo con libros grandes y ojeras.

Tras 18 años, somos esa clase que hacía collares de macarrones, pero ahora nos paseamos por los mismos pasillos, las mismas clases que hemos recorrido cada mañana a lo largo de toda nuestra vida, rodeados por profesores que conocen todas nuestras virtudes y flaquezas.

Hemos creado vínculos duraderos que nos han proporcionado recuerdos, situaciones que nos han marcado e incontables momentos de felicidad.

Después de este viaje en el tiempo, puedo asegurarles a mis padres que han tomado la decisión correcta al elegir este colegio para sus hijos, ya que reúne los requisitos indispensables para hacer de él una segunda casa.